#historia32
Sant Celoni (Barcelona), 14 de mayo de 2020
Hace un par de días, en la #historia31, te contaba sobre mis clases de danza con Leidy, mi profe colombiana, y que desde casa también podemos irnos por ahí, compartiendo ratos buenos con personas de aquí y de allá.
Y también mencioné al vecino, que tanto irnos por ahí y no sabemos ni cómo se llama quien vive al lado de casa.
Bien, pues hoy me quedo en el balcón de mi casita mediterránea, que me ha traído descubrimientos.
El primero:
¡Hay un montón de niños!
¿Dónde se escondían?
Cada día, a las 8 de la tarde, Amir, Aya y Artal salen disparados a aplaudir al personal sanitario que tanto nos está cuidando en esta época pandémica.
Y pasan revista, oye.
Revisan cada uno de los balcones para asegurar que seguimos con ellos, conociéndonos a metros de distancia y valorando un sistema sanitario público de calidad y a sus profesionales.
Sigo reafirmando que la educación es responsabilidad de todos y que salir a las 8 de la tarde no es solo es aplaudir, sino educar en comunidad.
Aunque a veces me da una pereza alucinante y le pido a mi pomelo entero que haga de representante.
C’est la vie.
El segundo:
En una calle de 200 metros, se hablan, por lo menos, 8 idiomas.
Lo que da de si un balcón abierto en primavera oye.
Ya no tengo que esconderme tras la cortina para cotillear cual vieja del visillo.
Ahora solo me hace falta afinar el oído.
Catalán y castellano: viva el Mediterráneo bilingüe.
Inglés: el de mi pomelo entero, la lengua vehicular de Adri y Kamila, y el idioma que Ester enseña online, ahora que no nos dejan arrejuntarnos ni disfrutar de aulas llenas de adolescentes con las hormonas a flor de piel.
Kazajo y ruso: las lenguas de Kamila.
Alemán: la lengua que Ester habla a veces por teléfono y a veces, también, con su hijo Artal, que después de los aplausos y de pegarse unos buenos bailoteos, siempre se despide de nosotros con un “Auf Wiedersehen!”.
Wolof: ¿wolof? Las cabecitas de dos niños y una niña se asoman por la ventana de enfrente a la izquierda. Se mudaron hace poco y no aplauden, pero salen cada día a hacer de vieja del visillo pero sin visillo. A curiosear sin tapujos. Así me gusta. La niña espera siempre que la mire y se asegura de que la saludo a ella. Solo luego estira el brazo y agita una mano llena de energía. Creo que es wolof… tendré que averiguar.
Árabe: ¿árabe? Tampoco sé qué lengua hablan Amir y Aya con sus padres… otra curiosidad por resolver.
El tercero:
Que manda huevins que tenga que ser una pandemia con clausura incluida la que me presente a mis vecinos.
Distinta lengua, ¿distinta realidad?
Me fascina esto de los idiomas.
¿Sabías que las lenguas estructuran nuestra manera de pensar, de percibir e interpretar la realidad?
Me deja loca darme cuenta de cuán distinto funciona mi cerebro cuando pienso en distintas lenguas.
En inglés voy directa al grano: pam. Fuera rodeos.
En alemán, todo es estructura y género. Y cuidadín con no construir bien una frase, que depende de donde estés de Alemania, no te entiende ni el tato.
En francés, en mi cabeza todo suena más poético y sonoro pero me trabo como una mala cosa con tanta “r” ronroneante.
La contundencia del castellano me ayuda a desbravarme con los 2000 millones de tacos que tenemos y me presta sus palabras para no dejar de jugar con ellas.
En catalán, le hablo a los niños y a los animales, y tengo mis dos palabras favoritas: espurna (chispa) y xiuxiuejar (susurrar). Mi yo más yo sale en esta lengua.
Y qué riqueza tan enorme tienen mis 200 metros de calle, oye.
Un día de estos me explota la cabeza imanginándome que podemos salir a la calle, saludarnos, hablarnos sin mascarilla y hasta tocarnos.
Qué cosas tiene la imaginación, oye.
Mientras tanto, seguiré cual vieja del visillo y abuelo del sonotone.
Espero que estés bien.
Un abrazo,
Anna
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