#historia25
Querétaro (México), 13 de julio de 2019
Hace 18 años que soy vegetariana.
La mitad de mi vida.
Y no soy vegana porque me encanta mi vida social.
Tampoco podría disfrutar de uno de los mayores placeres de la vida, que es una copita de vino tinto del bueno con queso de cabra añejo.
Y eso sí que no.
Como toda buena vegetariana, he pasado épocas muy punkies en que no quería ni oler el jamón serrano del súper que hay delante de mi casita mediterránea.
Pero bueno, con los años me he relajado.
Ni por asomo me como un filete, ni un pescaíto frito ni el jamón que huelo desde casa, pero sí me adapto a la situación.
Me explico.
Cuando convivimos unos días con una comunidad aeta de la selva filipina, comí pollo.
¿Cómo voy a renunciar a un regalo de bienvenida que la comunidad nos ofrece con toda la hospitalidad del mundo?
Cuando fui a vivir a China, comí las bolitas de carne que me sirvieron en la cena de bienvenida.
¿Cómo iba a decir que no me sirva carne a la número uno de la jerarquía, que es quien me ha acogido, está midiendo mi capacidad de trabajar y de relacionarme según los baremos chinos y me va a ‘ayudar’ durante toda mi estancia en un país tan desconocido para mí?
Cuando por fin pude visitar a mis familiares en Rosario, me recibieron con la mayor delicatessen que podían ofrecerme: un buen asado argentino
¿Cómo no iba a probar ni un pedacito de esa carnaca que habían cocinado para celebrar la ocasión?
Bueno, y a veces me salto las reglas porque me da la gana.
Y es que, ¿cómo resistirme a probar los chapulines asados que se comen en algunas zonas de México?
¿Que qué son chapulines? Saltamontes, cigarrones, saltarines.
Chiquitos y en pizza.
Oye, pues qué sabor más peculiar, saben ricos…
Y es que, como con el vegetarianismo, las normas están hechas para conocerlas, cuestionarlas y decidir cuándo no seguirlas.
También con la interculturalidad.
Pero recuerda: para romperlas hay que conocerlas.
Un abrazo,
Anna