A las cinco de la tarde.
La vida empieza a las cinco de la tarde, como el poema de Lorca.
Los niños hace rato volvieron de la escuela y la gente, poco a poco, va acabando la jornada laboral oficial. La oficiosa quizá dure algunas horas más.
Los grupos de turistas suben a los buses, de vuelta a su resort o a donde sea que se alojen, y los colmados se llenan de vida.
¿Te acuerdas cuando la compra se hacía en la frutería, en la carnicería, en la panadería y en las tiendas del barrio?
Pues así.
Me gusta este comercio local. Lástima que los supermercados se estén apoderando de Dominicana, igual que se están apoderando del resto de este mundo globalizado.
Aquí, los colmados no son solo tiendas, son puntos de encuentro vecinales. El lugar donde se junta la gente sin prisa a mirar, durante el día, y a charlar, emborracharse y ensordecer a ritmo de merengue, bachata, son, perico ripiao y reggeaton a partir de las seis de la tarde, cuando Lorenzo le da paso a Selene.
Larga vida a los colmadillos.
Las calles están llenas de vida.
Niños jugando y que observan con curiosidad, jóvenes de edad indefinida que miran con desafío y que quizá ya sean padres y madres de familia. Bueno, madres de familia y padres a secas, sin eso de ‘de familia’.
Puestos de comida y restaurantes a lado y lado de la calle.
Picapollo, empanadas, tostones, yuca y guineos fritos, arroz con habichuela, moro, concón, pescado fresco, res, quipe, mofongo, guandú y, muy de vez en cuando, ensalada.
Refresco, jugo de chinola, de limón, de avena con remolacha, de toronja, ‘frías’ y plástico, mucho plástico.
En abierto.
Las familias sentadas en la acera o en la entrada de casa, que está protegida por rejas de hierro y candados pesados y reforzados.
No hay persianas y las puertas no se cierran nunca para que corra el aire natural, que el acondicionado va caro.
En el Mediterráneo y en Iberia adoramos las cortinas y las persianas. Y no cuela que sea solo por el sol y el calor, que esto es el Caribe y aquí no hay.
Y es que a los mediterráneos nos gusta marujear.
Parapetearnos tras la barrera, mirar cuando no nos ven, saber a qué hora entra y sale el vecino, saber lo que el otro o la otra cree que no sabemos. ‘La vieja del visillo’ no es un personaje de ficción. Eres tú y soy yo. Ya tú sae.
Ese mirar por la rendija es algo cultural.
El resto de la humanidad no tiene necesidad de esconderse para marujear. Marujea con descaro y punto. Porque la curiosidad por vidas ajenas es de lo más humano que vamos a encontrar en el planeta azul.
Me siento bien en este ambiente callejero.
Me recuerda a cuando era pequeña y mi abuela Lola salía con las vecinas a tomar el fresco.
También me recuerda a Changsha, mi casita en China, donde las calles se llenaban de vida cada noche y donde tanto disfrutaba paseando, mirando y alucinando con la vida.
Jamás pensé que echaría tanto de menos mis días en China.
Ay, ay, ay… Pese a la montaña rusa emocional que viví los nueve meses que me acogiste y las canas de estrés que me regalaste, te echo de menos Zhōngguó 中国.
Bueno, volviendo al Caribe.
Motoconcho power.
Esa moto que hace las funciones de taxi y donde pueden subir hasta tres pasajeros más el conductor.
Nos subimos Bryce, yo y el conductor, of course. Se nos salen las patas por todos lados pero disfruto motorizándome, sin casco y cambiando de sentido según convenga.
¿Es seguro?
No.
¿Qué le vamos a hacer? Si buscara seguridad, me quedaría en casa.
Espera… ¿quién me garantiza que en casa no me va a ocurrir nada?
Nadie.
Todo está en la cabeza y un poquito en el destino.
Así que voy en motoconcho y lo disfruto.
Festival de las peluquerías y las barberías.
Recuerdo alucinar con el ambiente que tenían las peluquerías y barberías dominicanas de Poble-Sec (Barcelona).
Cuando paseaba por el barrio, siempre los miraba con mucha curiosidad porque las mujeres bailaban, reían y charlaban durante horas. Parecía que lo menos importante eran los pelos.
Pero no.
Seguía el paseo y las veía por todo el barrio, con los rulos y las mallas, y me alucinaba la falta de vergüenza con que lucían ‘look in progress’.
En realidad me fascinaba y me daban envidia.
No se me había ocurrido nunca mostrar el proceso de ‘embellecimiento’ abiertamente porque en el Mediterráneo solo se enseña lo que luce. Lo que no, se esconde, se ignora o se barre bajo la alfombra.
Shhh, que no se vea.
De nuevo, escondiendo tras la cortina lo que está pero no queremos mostrar.
Me encanta ver lo relativa que es la vergüenza y lo que está permitido o no enseñar.
Rulo para marcar, malla para alisar y a la calle, que la vida sigue.
Ahora ya me acostumbré.
Y me gusta.
Tres meses en Dominicana dan para ver a muchas mujeres poniéndose más guapas aún de lo que son.
Naturaleza y tiempo.
El tiempo pasa rápido cuando todo es nuevo.
Por eso he vuelto a Las Galeras, para que el tiempo vaya más lento y sea la naturaleza quien marque el ritmo, no las agujas del reloj ni la pantalla del móvil.
Nunca había viajado así.
No me refiero a viajar sin prisa, sino a hacerlo en un país precioso, lleno de playas y naturaleza, pero donde los lugares históricos y culturales no responden, para nada, a lo que mis esquemas mentales europeos esperan.
Esperamos (¿o espero?) visitar monumentos construidos por el ser humano, estudiar su historia, el porqué estuvieron ahí, racionalizar el pasado de un lugar y conectarlo con el presente para comprenderlo y, de algún modo, justificarlo.
Pero aquí la cosa no funciona así.
Samaná tiene una naturaleza espectacular más allá de playas paradisíacas que ojalá sepamos cuidar y preservar.
Así que nada de visitar monumentos y nada de seguir lógicas a la europea.
Ya cambié el chip y estoy modo on: gente, vida, música y ahora.
¿Significa eso que no hay cultura en Dominicana?
Para nada. Haberla, hayla.
Los deberes son míos.
Estoy cambiando el modo de mirar.
Estoy en pleno proceso de adaptación, apartando la historia única que tenía de este país y abriéndome al diálogo intercultural y todo lo que eso implica.
Abriéndome a otras formas de ver e interpretar la vida.
Aprendiendo a descifrar los matices de esta naturaleza tan hermosa y salvaje.
¿Resultado?
Uno de lujo: estoy viviendo en el paraíso.